Oda neótica

Aral Letsop.

Ese nombre no era muy conocido aún en esta región poblada por las fantasmagóricas reminiscencias de unos seres que no aceptan la muerte, güivernos que se creen hombres y hombres que se creen güivernos, árboles que no hablan silbando con el viento como deberían. Y sin embargo, tan virgen que daba miedo. En este bosque de cristal no había lugar para la vida o la muerte, sólo para esos seres inertes que controlan nuestros destinos con sus reflejos aduladores: los cristales. Los cristales que mueven con sus hilos de afilada luz el sino de las criaturas que, ilusas ante un mundo que pretenden conocer y no lo hacen, descienden desde las alturas. Ni los ásters están vivos, ni los urobas son seres verdaderos, y menos las dríades que reniegan de su naturaleza. Había encontrado lo que buscaba. Marqué un círculo con los sellos y activé el hechizo de camuflaje pasivo. Confiaba en que en este bosque de cristales inertes, la oveja negra no se esquile para pasar desapercibida en el rebaño.

Me transporté a otro lugar.