Anónimos

Dolor

A Erika le gustaba figurarse que no pasaba nada y que las peleas no existían. Le encantaba acostarse en la cama y mirar el techo para olvidarse de todas las cosas que no quería que sucediesen. Pero sucedían. La paz se iba y las peleas con Miguel regresaban. Ya no era como los primeros días de su matrimonio, cuando ambos eran jóvenes y apasionados. Ahora y ano hablaban si no era para gritarse el uno al otro. Sabían que seguían juntos por Selena, su hija adolescente. Pero ya nada era como antes.

Se habían conocido un día de tormenta, en una cafetería del centro de la ciudad, en donde ambos habían entrado a resguardarse del frío y el agua. Erika tenía veinte años y estudiaba Bellas Artes; Miguel tenía veintidós y estaba estudiando derecho. Cruzaron unas cuantas palabras y, cuando la lluvia se calmo, ambos salieron a dar una caminata por el lugar.

Y allí había empezado todo.

Ya nada era igual. Su amor se había enfriado, casi veinte años después. Sabían que no se separaban por Selena, la chica de cabello castaño alborotado y ojos claros, como de gato. La chica rebelde que los unía a ratos. Pero para ellos, las cosas ya no eran lo mismo que cuando tenían veinticinco años, el día de su boda. Entonces se querían y las cosas era mejores. La tormenta y las peleas aun no llegaban.

Ya no había tormenta, sólo la calma que precede a la tempestad. Ya casi no gritaban, más que en contadas ocasiones. Ya o se dirigían la palabra si no era un asunto sobre su hija o sobre la casa. Ya las cosas eran distintas. Todo había cambiado. Ambos habían envejecido y su amor se había enfriado.

A Erika le gustaba sumergirse en la cama antes de que Miguel regresara de trabajar y fingir que todo estaba en calma, en paz; que las cosas no ocurrían y que su vida era tal y como la había deseado desde un principio. Sabía que se estaba mintiendo a si misma pero no hacía nada para evitar esos episodios. Deseaba figurarse que la vida había sido buena con ella y Erika estaba agradecida. Pero sabía que no era feliz, que ya no quería vivir y que deseaba rendirse a los amables brazos de la muerte, que la liberarían de todo.

Dolía saber que las cosas no eran como ella, en un principio, las había imaginado. Dolía saber que las cosas eran todo lo que ella jamás había deseado que sucediera. Y, lo que más se reprochaba, dolía saber que ella lo había provocado.

Dolía. Simplemente.