Eine Krone Renegado Demonio
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Ficha de Personaje Breve descripción: Inventario:
| Tema: El juego de tronos Sáb Dic 15, 2012 2:08 am | |
| Tras tanto tiempo, estaba ahí.
¿Cuantos años han pasado? ¿Cuantos siglos, milenios? Olvidada quedaba la cifra, pero, ¿qué mas daba? Volvía a sentir la eterna noche sobre mi cabeza, el sempiterno olor a azufre en el aire, los aullidos y los gritos y los lamentos de las bestias... todo era como lo recordaba, salvo por el hecho de que esta vez yo sería el que hiciese llover llamas sobre la ciudad.
Nos hallábamos frente a Altanox, la ciudad en la que pasé mi infancia, y la de la cual me vi obligado a huir, casi hace un milenio. La venganza fluía por mis venas, al mismo tiempo que la sangre. Y estaba dispuesto a conseguir mi venganza, pues ya lo había demorado demasiado.
Era una Nox Vespera, como aquella en la que me vi forzado a huir, pero esta noche ni pensaba huir, ni pensaba rendirme, ni envainaría la espada sin recuperar todo lo que me había sido robado. Se alzaría una luna roja la próxima noche, señal de nuestra casi segura victoria.
No hicimos sonar cuernos ni hicimos ondear estandartes: un manto de sombras nos cubría, y donde no nos cubría fue tejido por aquellos que sabían como enredar y tejer sombras como si se tratase de un hilo. La cuestión era que la eterna oscuridad de los Reinos de la Noche nos sería favorable, y no dudábamos de aquello.
Cuando solo brillaban las llamas en las atalayas que coronaban las murallas de la ciudad, desenvainé la espada y alcé el vuelo, y así me siguieron mil, dos mil, tres mil, cuatro mil y cinco mil demonios cada uno con sus armas, sean espadas o arcos o lanzas o bastones o cualquier tipo de armas con las que luchasen. Cuando ya nos hallábamos por encima de la ciudad, las espadas de fuego comenzaron a llamear y las de plata relucieron entre las sombras como luceros en una noche estrellada, y pronto nos lanzamos en picado sobre la ciudad.
Sería una masacre. Había dado la orden de que no se matase a nadie que se rindiese o arrojase sus armas, pero dudaba que todas las tropas hicieran caso de esa orden. Mientras que mis tropas mataban a la guardia de la ciudad, me dirigiría al Magno Palacio para dar muerte al usurpador y a su familia, como hizo él, al menos, con parte de la mía.
Pronto las llamas aumentaron y sonaron los cuernos alertando a la guardia de la ciudad, que se dedicaron a luchar con los invasores, muchos de ellos pereciendo, y muchos de los míos igual, pero siempre tendría bastantes para mantener la ciudad y, si quería, asediar otras.
Aterricé a un par de metros del Magno Palacio, y los dos guardias que quedaron estacionados ante las puertas me hicieron frente. Quizá eran mayores que yo en número, pero yo era más poderoso, tenía más experiencia... y bueno, tenía una espada llameante, de la cual podía moldear las llamas a mi parecer.
Pues tal, con la espada llameante, acabé con los dos guardias sin el menor de los problemas, y abrí las puertas negras del Magno Palacio y con la espada llameante en mano caminé hacia el trono que por derecho era mío, en el que se sentaba él. Aquel hombre que poblaba mis pesadillas. Aquel hombre con el cual soñaba que mataba a mi familia de mil y una maneras diferentes. Aquel hombre que me arruinó la vida.
A su lado habían cinco demonios en armadura, uno de los cuales podía deducir que era mujer por la figura más estilizada que tenía, no ocultada por la armadura de placas que portaba, y por su rostro, carente de yelmo, al igual que los de los otros demonios. Y detrás, en el umbrío trono de mi padre y su padre antes que él, así hasta llegar a Nachtkind der Schwarzblut, se sentaba el usurpador. La venganza nunca podría encontrarse más cerca.
Fruncí el ceño, una de las raras veces que mi rostro se alejaba de mi frialdad y mi seriedad pétrea, cuando aquel hombre, su cabeza ceñida por una corona de oro, hablaba.
— Veo que por fin te decidiste a venir, Crescent der Schwarzblut... No te sorprenda que conozca tu nombre, pues siempre he sabido que conseguiste escapar del asesinato de tu familia; una pena que lo hicieses, podríamos ignorar todos estos problemas. Pero bueno, qué se le va a hacer. Chicos, matadlo.
No necesité escuchar más. Ondeé mi espada de llamas delante mío, mientras me concentraba en el ínfimo tiempo del que disponía, y las llamas de la espada llegaron a más distancia aunque ya no estuviesen ardiendo por el filo. Me daría el alcance de una espada de dos manos de esa manera. Quizá los demonios se quedasen sorprendidos o no al ver las llamas, pero los demonios, como cualquier otro ser, las aborrecía, pues quemaba su carne y sus cabellos, y de aquel hecho iba a beneficiarme.
Blandí la espada con fiereza, manteniendo a raya a los de la guardia del usurpador, mientras él tenía la cortesía de mirar como luchábamos. Esto ya era más complicado que la lucha anterior, pues no solo eran dos patanes contra mi, sino que probablemente eran la guardia de honor del asesino. ¿Por qué si no se hallarían aquí?
Pero todos caerían, al final del todo.
El primero en caer fue un hombre, sucumbiendo ante mis ígneas estocadas y la fuerza con la que las propinaba. Realmente no fue mi espada quien le mató, sino que tras bloquear uno de mis golpes, perdió el equilibrio y acabó clavándose la espada de uno de sus compañeros en la espalda. Maldita y bendita la ventura.
El siguiente de ello ya no tuvo tanta suerte, pues las llamas le consumieron la garganta cuando ondeé la espada hacia él y estas como un látigo lo estrangularon. Pensaba que comenzaba a tener suerte, pero la mujer y otro de los demonios lanzaron al mismo tiempo un tajo, como si su intención fuese cortarme los brazos, y probablemente lo hubiesen conseguido si no fuese por que interpuse mi espada llameante. Pero eran dos y yo solo era uno, y tenían dos pares de brazos y yo solo tenía uno, así que acabé cediendo, y solté la espada y con mis alas me impulsé hacia atrás para evitar quedarme sin brazos con los que luchar.
No pintaba nada bien, pues había perdido mi espada y casi podría decirse que estaba desarmado.
Vi como la diablesa soltaba su espada y tomaba la mía, y como cargaba ella hacia mi. Salté y batí con las alas y alcé el vuelo alejándome de su alcance, y en picado tomé la espada del suelo y me abalancé contra el guardia que estaba con la mujer, clavándole la espada en el ojo. De lo fuerte que impactó, atravesó el cráneo y para sacarla tendría que pisar su cara y aún así tendría dificultades, por lo que mientras el otro guardia se abalanzaba contra mi tomé la espada del guardia fenecido e impulsándome con mis alas salí de la trayectoria de la carga, y esta vez yo cargué contra la diablesa, mientras murmuraba "Höllefeuer", y observaba la mirada atónita de la diablesa al ver que las llamas desaparecían. La distrajo lo bastante como para clavarle la espada en el cuello de una precisa estocada.
Escuché pasos a mis espaldas, e instintivamente agarré la empuñadura de la espada que la diablesa tenía clavada en el cuello, y la lancé hacia el último guardia, derribándolo. Me pareció que se golpeó la cabeza tan fuerte que o había muerto o no se despertaría, pero le corté la cabeza con la Feuerklau de cualquier modo, y aquella cabeza se la lancé al usurpador.
— Eso digo yo de tus chicos.
El usurpador no pareció molestarte, sino que se levantó del trono y golpeó la cabeza con su bota, apartándola de su trayectoria, mientras desenfundaba su espada, enfadado.
— ¡Maldita panda de patanes! ¡Está claro que si quieres que algo se haga bien tienes que hacerlo tu mismo!
Y se lanzó a la carga, con una ornada espada de filo negro. Permanecí impasible, pero cuando estuvo lo bastante cerca alcé mi mano derecha, rodeada por un guantelete de acero negro, y le di un puñetazo tan fuerte en el rostro que se pudo oír como se rompía la nariz y como casi se pulverizaba la zona cercana en la calavera. Cayó rendido a mis pies, con ríos de sangre saliendo de su rostro.
No lo había matado, tenía otro destino peor para él.
Lo único que hice fue tomar la corona de su cabeza y la pisoteé, pues aquella corona nunca debería haber entrado en el Magno Palacio. También, le di un puntapié en el rostro, cortesía del odio que sentía por él.
— En el juego de tronos, o ganas o mueres. Creo que acabarás del segundo modo.
Luego, como si aún recordase como correteaba por palacio, me abrí paso por el ala oeste hacia los aposentos, y en la quinta puerta que abrí encontré a dos mujeres, una joven y una algo más anciana, pero que aún conservaba su belleza juvenil por la inmortalidad demoníaca. La más vieja tenía un niño pequeño en brazos, junto a una botella de la que se derramaba un líquido verdoso. La más joven lloraba desconsoladamente.
Podría decir que me sentía apenado si no fuese por que era una cruda mentira. Al oír como abrí la puerta, la mujer más anciana se levantó, tras dejar al niño sobre la cama, y se puso frente a la jovencilla. Pedía que cualquier cosa que quisiera hacerle a la niña, que se la hiciese a ella. Alcé la espada para degollar a la mujer, que cerró los ojos esperando la sentencia de muerte, pero solté un suspiro y la envainé. Parecía ser aterrador, manchado de sangre y de sudor, con una mirada asesina clavada en los ojos.
— No os voy a matar. No sé si merecéis el mismo castigo que el usurpador, pero no voy a arriesgarme. Os queda vedada la salida de la ciudad, y si por algún motivo que considere válido, siempre os acompañará una escolta. Me juraréis lealtad a cambio de vuestra vida. Y si no lo queréis, mataos, que poco me importa.
Y ya no tenía nada que hacer. Bueno, nada salvo ir a por la corona. Mi corona.
No perdí demasiado tiempo en abrirme paso hacia las criptas, y en lo que sí perdí tiempo fue en pasar entre las estatuas y las tumbas de cada rey Schwarzblut, aunque el único que realmente me interesaba era el primero, y su corona ceñiría su cabeza, pues la Casa Schwarzblut volvía a surgir de las cenizas, desde aquella noche en la que todo nos fue robado.
Finalmente llegué al susodicho ataúd, hecho de mármol negro y esculpido en similitud a Nachtkind der Schwarzblut, el que inició la estirpe de la que era miembro, el que hizo forjar la Feuerklau y engañó al dragón para robarle su aliento de llamas. Él lo inició todo. Yo lo iba a continuar.
Abrí la tumba y no quedaban huesos, solo quedaba un polvo negruzco y una simple corona de plata, ondeada, como si fuese una banda de llamas. Esa sería la corona que ciñese mi cabeza, y mi espada sería mi cetro, y en el Mango Palacio hallábase mi trono.
Limpié la corona con mi capa, para sacarle brillo y quitarle el polvo, y adorné mi cabeza con ella, y volví todo lo andado, hasta la sala del trono, de donde agarré al usurpador por su cabeza y salí fuera, arrastrándole conmigo.
— ¡La batalla ha terminado, y el usurpador ha caído! ¡Por el derecho que me dan mi brazo y mi espada, por ser el único príncipe de los infiernos sin rey, me proclamo rey de los Reinos Renegados!
Alcé al usurpador para que mis tropas pudiesen verlo, y lo lancé a las masas, y me di la vuelta y volví a entrar en la sala del trono, y me senté en aquel trono negro. Finalmente, en mi rostro apareció una sonrisa.
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