Las islas ocultas [Eine Krone, Kyro, Dante, Yuliya]

¿Recordáis las auras? Cada vez más fuertes según me encaminaba hacia las entrañas de la selva. Ya pude reconocer que, además de la dríade, tenía por compañía un licántropo y otro demonio. Sería interesante volver a encontrarse con alguien de mi misma estirpe en una situación tan rara como esta. Solo me faltaba sacar los cuernos y quemar el bosque y me hallaría de nuevo en el infierno.

Pero no iba a hacerlo, no era tan tonto. Podría hacerme daño, alertar a los dioses saben cuantas criaturas que podrían abalanzarse y devorarme y envenenarme y devorarme otra vez. Sí, no era nada agradable.

Cada vez iba acercándome más a la dríade, que a no ser que estuviese rodeado por un manto de llamas y su respirar fuesen los rayos en una tormenta, probablemente no encontraría entre tanta floresta y sierpe ponzoñosa. O quizá sí, ¿quién sabe? Podría guiarme ciegamente por su aura y acabaría encontrándola, aunque probablemente me pasase unos cuantos segundos mirando un punto fijo del bosque hasta decidir si estaba allí y no estaba allí.

¿Las otras dos auras? Parece que me seguían los pasos. Bueno, al menos se dirigían al mismo lugar que yo. Me parecía tener una a mis espaldas y otra a mi derecha, aunque no podría estar realmente seguro: detectar cosas por su aura tampoco era mi fuerte. Me paré en el medio de un claro, el aura de la dríade quedaba tan cerca que podría resultar incómodo. Me giré y miré un árbol cinco segundos, inspeccionándolos con las esferas de mármol con rubíes engarzados que decoraban mis ojos.

— Puedes salir. No conozco tus intenciones, pero las mías no son hacerte daño. O hacer que el bosque estalle en llamas.— Dije, simplemente, con el mismo tono de voz fría y seria que tenía en cada momento. Si realmente sería una dríade, tendría que tener en cuenta de que probablemente tomase como ofensa que fuese por ahí ondeando una espada con filo llameante. Cosa que ni yo era tan tonto ni me aburría lo bastante para ir haciendo como si nada.

Una mujer de cabellera azul como el lapislázuli salió de detrás del tronco que mirada, con ojos grises como la roca clavados sobre los míos, desafiantes, quizá por el hecho de haber nombrado lo de bosque y quemar en la misma frase. Al menos habría que asegurárselo, aunque muy bien no se lo había tomado, la verdad sea dicha. Y luego se puso a hablar y yo callé y la dejé hablar hasta que paró y tras eso comencé a hablar yo.

— Llegué aquí mediante un portal. Probablemente hubiese vuelto por donde llegué, pero no tuve mejor idea que explorar.— La verdad, es que nunca volvería al infierno a este paso.— Sí, lo sé. Hace mucho que no veo a ninguna de tu raza. Supongo que tú reconoces mi aura y mi estirpe, ¿no?

No sonreí, aunque una sonrisa en aquel momento no vendría nada más. Apenas tras unos segundos de pronunciar esa última palabra, las auras anteriores, la demoníaca y la licantrópica, se hicieron tan fuertes que sabía que estaban en las prontas cercanías, hasta que ambos dos se mostraron en su máximo esplendor, primero el demonio y luego el licántropo.

El primero tratábase de un joven de piel pálida y cortos cabellos negros, de ojos amarillos y de estatura mediana. Era más alto que él, y más grande parecía con aquella armadura negra y roja que me hacía parecer un coloso entre gigantes. Su aura me daba la impresión de ser más débil que la mía, por lo que algo me indicaba que era más poderoso que él, al menos en poderes y no en habilidades, aunque eso tampoco podía tenerlo seguro tras dos milenios vividos. Sin embargo, no me inspiraba confianza.

Hablando de auras, la de la dríade era más intensa que la mía. No iba a provocar su ira, al menos lo intentaría.

El segundo era licántropo. Mi opinión hacia ellos era nula por las pocas veces que había tratado con los de su raza, menor aún que las dríades, por lo que sus acciones influenciarían en lo que pensaba sobre ellos. Este ya era más alto que el anterior, y sus cabellos eran marrones y sus ojos eran también dorados. Este, como el otro, tampoco me inspiraba confianza. De hecho, creo que nadie me inspiró alguna vez confianza, por lo que nadie puede pecar respecto a eso.

Ambos llegados saludaron, pero el segundo dio su nombre y preguntó los nuestros.

No respondí a su pregunta. Tampoco lo merecería. Dijo que estaría encantado de conocernos, pero solo a medias. Veamos, éramos tres personas, dos demonios y una dríade. Lo único que podía sacar claro es que u odiaba a los demonios o el hecho de que estuviésemos ahí. Posiblemente la primera, a no ser que en su mente corriesen planes para seducir a la dríade aquí presente.

Aún así, el licántropo sonrió.

Aquella mujer me divertía. Había reconocido el origen de mi sangre y de mi estirpe, había deducido que provenía de las tierras infernales. Alegó que eso era lo que no le gustaba de mi, pero también dijo que podría haber una manera de cambiar todo eso. Seguía siendo tan inexpresivo mi rostro, que cuando salvó las distancias entre nosotros dos no me molesté en levantar una ceja para demostrar un hipotético ápice de curiosidad.

Pero se dio la vuelta para observar al otro demonio que había interrumpido cuales quieran que sean sus planes, y le dio la misma mirada al licántropo llamado Dante. En este momento no sabía si alegrarme o no por esta intrusión, y en lo más profundo del mar de mis pensamientos bendecía la ignorancia en este caso.

Dedicó unas cuantas palabras antes de mirar a los dos recién llegado, a cada uno una mirada, probablemente menos intensa que la que me dedicó a mi, la cual no sabía si estaba llena de odio o de desprecio o simplemente pretendía acusarme de querer quemar sus bosques. Me daba igual.

Me dijo que este asunto podía ser resuelto de dos formas: La primera tratábase de una solución pacífica, que se trataba de soltar mi espada y decirle que venía en son de paz, o podríamos resolver esto mediante la antes mencionada espada. Si ella no tuviese un aura más fuerte que la mía posiblemente hubiese elegido la segunda opción, pero estaba en tierras desconocidas y, de cualquier modo, ella tenía la ventaja, siendo ella una dríade y yo un demonio.

Llevé la mano a la empuñadura de la espada y la desenvainé, haciendo que pasase entre nosotros dos como si hiciese de barrera, antes de clavarla en la tierra, a mi derecha. Si no hubiera hecho esto último, lo de clavarla en la tierra, podría pensarse que tenía intención de atacarla. Y de este mismo modo, también podría tener esa sospecha. De lo cual no la culpaba, si yo fuese el que estaba en aquella situación tampoco confiaría en mi mismo.

— Creo que por mi debería hablar mi espada.— Declaré. Si el hecho de que estaba clavada en tierra y no ardía no era signo suficiente de paz, entonces no sabría qué entendía la dríade por paz. Me crucé de brazos mientras le devolvía la mirada. La mía no era ni acusadora ni hostil, pero era fría y penetrante, como si pudiese mirar directamente su alma a través de sus ojos grises.

— Entonces, pensamos de la misma manera.— Sentencié. Al menos, pensaba que enfrentarnos sería una estupidez, aunque no concordaba en la última cosa, pues, aunque yo era más poderoso que él, no pensaba que él fuese más poderoso que yo. Sin embargo, no podía evitar desconfiar de él, ahora que sabía donde quedaba su...lealtad.

No articulé ningún sonido mientras me daba la vuelta y sacaba la espada de la tierra y luego la devolvía a su vaina, con tranquilidad. Quizá la dríade se lo tomase a mal, como casi todas las cosas que hice desde que nos vimos por primera vez, pero ya le prometí que no iba a hacerle daño ni nada. Lo que diré a continuación debería habérmelo callado, pero como ya está hecho, lo incluiré. Miré a la dríade fijamente en los ojos mientras descansaba mi mano izquierda sobre el pomo de rubí y oro de mi espada, que hasta mi llegó de generación en generación.

— Espero que no te moleste que no deje mi espada plantada en el suelo, pues ya te he prometido que no voy a hacerte daño ni a ti ni a tu bosque, y tampoco va a crecer un árbol a partir de ella. Así que te pido por favor— Entrecerré un poco mis ojos, para darle un toque más intenso a mi mirada.— que no saltes hacia mi con la intención de clavarme la espada en el ojo.

Su conducta hasta ahora me había parecido casi insultante, a decir verdad: solo le faltaba el pedirme que me quitase la armadura y que me clavase una espada en el corazón para demostrarle que venía en son de paz, y por el motivo aquel mi lengua de mil serpientes ponzoñosas destiló palabras venenosas y casi se podría decir que se las escupí a la cara. Probablemente acabaría enfadada y me atacase como antes tenía previsto, o quizá no. Lo malo era que no podía asegurar eso de ella, ni del demonio, ni del licántropo.

Hablando del licántropo, se había deleitado con un bocadillo de carne, devorándolo como un perro que no probó bocado en un siglo, y corroborando mis pensamientos, reconoció que tendría que haber cazado si no hubiese tenido el conveniente bocadillo en su zurrón, o de donde se supone que lo hubiese sacado.

La dríade también se movió, se acercó al licántropo y luego nos miró a nosotros, como si intentase augurar qué es lo que pasaría. Quizá esperaba lucha, quizá se alegrase de que no chocásemos acero, mejor no saberlo. Comenzó a reinar el silencio entre nosotros, mientras yo paseaba la mirada entre cada uno de los presentes.