Puertas del Limbo

Asentí con la cabeza. Poco más podía hacer. Bueno pues... muchas gracias. -dije antes de irme. Se me ocurrió algo fundamental que no había hecho, hacer un mapa olfativo. Cerré los ojos para concentrarme mientras me marchaba para que la reina no me viese. Conseguí encontrarla y me giré mirándola inquisitivamente. Aurora era la persona que mejor leía auras que había conocido, y supuse que no habría escapado a su visión algún cambio en mi aura al hacer el mapa olfativo.

Observé a Ian con gesto severo. Sospechaba lo que acababa de hacer, y por su aura, diría que había tenido éxito.
-Creo que no hace falta mencionar, rey Ian, que he sido yo quien ha decido dónde se encuentra Kaede, y que cualquier intento de cambiar su situación sin avisarme constituiría una falta de respeto al ir contra mi voluntad que no estoy dispuesta a tolerar- advertí con voz fría.

Sonreí a pesar de la situación, me había hecho gracia su último comentario. No se preocupe reina Aurora, en la vida se me ocurriría poner en peligro la paz de la que de momento disfruta mi reino, a pesar de tener a los vampiros detrás. Y menos haría nada que pudiese poner en peligro la vida de Kaede, y usted lo sabe bien. -hize una última reverencia. Antes de irme, pensé en una última cosa. ¿No podría hacer nada, pacíficamente claro, para ayudar a la situación de la princesa?

-Me temo que de momento no, pero si hay algo que pueda hacer, se lo notificaré de inmediato- respondí, todavía seria pero con el gesto un poco más relajado. Correspondí a su reverencia educadamente y me despedí-: Que tenga un buen día, rey Ian, y lamento que se vaya con las manos vacías.

No se preocupe. -dije con media sonrisa. Si ocurre algo, me gustaría que me informase. -dije haciendo una reverencia, que más que parecer pesado, era para recalcar que era su reino y en ese momento yo estaba a sus órdenes. Rápidamente me giré y me fui corriendo a mucha velocidad pasando entre los dos guardias que custodiaban la puerta del limbo.

Observé cómo se iba y los guardias cerraban la puerta tras él. Fruncí el ceño, un gesto que se estaba volviendo demasiado habitual, y eché a volar de vuelta al palacio, había cosas que hacer.